jueves, 19 de marzo de 2009

Los ejes de la escritura

¿QUÉ ES ESCRIBIR?

Para el lingüista Roman Jakobson,la escritura- desde Cien Años de Soledad hasta las páginas de un trabajo escolar- se mueve entre dos coordenadas: el eje de la selección y de la combinación. Escribir es, entonces, realizar dos funciones; la primera, seleccionar un vocabulario. El redactor se encuentra frente al acervo del idioma y cuando quiere expresar en concepto niño, el repertorio de la lengua le ofrece, a elegir, las siguientes posibilidades: chico, chiquillo, chiquilín, muchacho, crío, rorro, criatura, nene, infante, angelito, chaval, pibe, chamaco, bodoque, escuincle, etcétera. Variantes en las que podemos distinguir matices regionales (pibe es propio de Argentina; chaval, de España; escuincle de México) o formas muy de aquí y ahora como bodoque y aun metáforas como angelito.
Desde Cicerón a Quintiliano, la retórica ha dividido el estilo literario en tres grados: sencillo, medio y sublime. Esta diferencia cabe incluso hacerla entre las palabras; así, niño equivale al grado neutro de la escritura, mientras bodoque convendría a un estilo familiar y en este caso hasta popular, e infante a un texto sublime e incluso afectado. Para el profesor o estudiante universitario, lo recomendable es el estilo neutro. Por norma general, aunque el universitario en su vida diaria elija casi siempre el tercer ejemplo, en los trabajos profesionales tendrá que preferir “la casa en la que vivo” (estilo neutro) frente a “la morada en la que resido” (estilo rebuscado) o “el cantón en el que caigo” (estilo popular).
Si el primer problema al escribir es seleccionar las palabras que habrán de usarse, el segundo es acomodar unas después de otras. Al contrario del francés o el inglés que tienen estructura sintáctica más rígida, el español posee una enorme flexibilidad. Así, Samuel Pili y Gaya en su Curso superior de sintaxis española cita este ejemplo que revela las amplias posibilidades que ofrece nuestro idioma para ordenar los elementos o partes de la oración.
La frase propuesta por el gramático español es: “El criado trajo una carta para mí”. Breve oración de cuatro elementos que admita, entre otras, las siguientes cadenas lingüísticas:

El criado trajo para mí una carta.
Una carta trajo el criado para mí.
Una carta trajo para mí el criado.
Tajo el criado una carta para mí.
Tajo una carta el criado para mí.
Trajo una carta para mí el criado.
Trajo para mí una carta el criado.
Para mí trajo el criado una carta.
Para mí trajo una carta el criado, etcétera.

Así, escribir se reduce, al menos conceptualmente, a seleccionar unas palabras en el caudal inmenso del idioma y ordenarlas, una junto a otra, en una cadena sintáctica.

DIFERENCIAS ENTRE LENGUA ORAL Y ESCRITA

Quizá la mayor parte de los problemas que enfrenta el redactor con poca experiencia se derivan de considerar a la lengua hablada igual a la escrita, y así supone que, puesto que habla el español es capaz de escribirlo. La verdad es que la lengua oral y escrita presenta diferencias de importancia que por fortuna para nosotros han sido descubiertas por los lingüistas. El grupo de estudiosos de la lengua reunidos en el conocido Círculo de Praga ha dejado establecidas las principales diferencias y con base en sus principales señalamientos podemos destacar tres elementos – el gesto, la entonación y el sobreentendido – que, presentes en la lengua oral, no aparecen en la lengua escrita, por lo que el autor, además de conocerlos, debe esforzarse por sustituirlos.A no ser que se trate de un lenguaje grabado, la lengua oral siempre se encuentra en situación, esto es, el hablante está en un lugar y un momento determinados, rodeado de cosas y personas, y para comunicarse utiliza, además de la entonación de la voz, apoyos como el movimiento de las manos y la expresión del rostro. Un texto, en cambio, no dispone de estas ayudas y se desconoce por quién y en qué momento va a ser leído, ya que una vez escrito, se desprende de su autor, circula y adquiere vía propia al margen del redactor.

El gesto

Sin advertirlo, el hablante puede recurrir al gesto para completar, enfatizar, modificar y aún sustituir el significado de sus palabras. Tanta capacidad de expresión tiene el gesto, que de algunos de ellos puede afirmarse que están codificados; tal es el caso, en nuestro medio, de doblar el dedo índice frente al pulgar para indicar dinero o mover la mano en señal de adiós o despedida. Muchas de estas formas de la mímica tienen un contenido enfático, como levantar las cejas para expresar duda, levantar los hombros en señal de indiferencia o fruncir el entrecejo como signo de preocupación.El hablante no siempre es consciente de la gran cantidad de frases que deja sin concluir y que completa con este elemento extralingüístico que conocemos como gesto o lenguaje mímico. Puesto que el redactor carece de este apoyo en el momento de escribir, es indispensable que preste especial atención a redondear las oraciones o frases con el objeto de no dejarlas inacabadas, así como expresar con palabras aquellos énfasis que en la lengua oral se manifiestan con el gesto.

La entonación

En el lenguaje oral, el hablante imprime una inflexión, línea o curva melódica a su frase para otorgarle determinado sentido. A través de la entonación, el hablante puede transmitir un sentido en el terreno de la lógica, de la emoción o de la voluntad, y cada uno de estos aspectos implica una variedad tan amplia que sólo puede sugerirse con la siguiente enumeración: afirmación, duda, interrogación, entusiasmo, insinuación, ruego, ira, serenidad o mandato. Es tal su importancia en la comunicación, que se ha llegado a decir que la entonación añade un significado más al mensaje. Baste pensar que una misma frase, por ejemplo, “lo que tienes son celos”, puede expresar un simple enunciado, o bien una pregunta, o cierto dejo de burla, o ira desbordada, según se le otorgue distinta entonación. Incluso algunos cambios en la voz pueden modificar en su contrario el sentido directo de las palabras, como la lengua hablada a una frase como “simpática la muchacha”, gracias a un tono irónico la convertimos en el señalamiento de la antipatía que despierta.El redactor, en cambio, no dispone de la entonación en su texto y esta ausencia es difícil de notar, porque cuando el autor lee su escrito, aunque sea en silencio, le añade de manera automática la entonación y cree que el texto la incluye. Un pálido reflejo de la entonación de la lengua hablada es la puntuación que, aunque no en su enorme variedad, al menos indica al lector algunas de las entonaciones y de las pausas (que también indican ciertos tonos) con que debe leerse el texto. Que éste es el objetivo de la puntuación parece especialmente claro en los signos de interrogación y de admiración; aunque menos evidente, también los paréntesis, los guiones, la coma, el punto y coma, los dos puntos y el punto sirven para indicar al lector cómo leer un texto. Sin embargo, es evidente que las señales que transmite la puntuación son incomparablemente más pobres que las posibilidades que encierran los diferentes tonos de la vos.Esta pobreza es especialmente notable en los casos en que el redactor piensa una ironía significada por la entonación y cree que el lector pueda captarla. Muy común es que el redactor escriba una frase como: “El gran rigor que distingue a estos investigadores se expresa en el carácter dudosote las fuentes, en la mezcla ininteligible de metodologías y en la confusión de los términos”, y supone que el lector va a añadir un tono irónico en la frase “el gran rigor”. En realidad, ha escrito un mensaje contradictorio. Sería preferible, puesto que la ironía exige una mayor destreza, que el redactor hubiera escrito de manera directa: “La falta de rigor…”

El sobreentendido

Puesto que implica la presencia física del hablante y el destinatario, la lengua oral siempre se expresa en un contexto, en una situación determinada, que por su sola existencia permite omitir información que de otro modo sería indispensable para comprender el mensaje. Pensemos, por ejemplo, en un salón de clases, donde la situación posibilita que la referencia “el autor considera…” remita sin equívocos al encomendado para su lectura desde la clase anterior. Esta misma información vertida en forma escrita, por lo tanto, al margen de una situación, obliga a proporcionar una información libre de sobreentendidos:”En Visión de Anáhuac, Alfonso Reyes considera…”La amplitud y el carácter desconocido de los destinatarios de nuestro texto es una segunda razón para desechar los sobreentendidos y sustituirlos por una información que ponga en antecedentes al lector para la cabal comprensión del mensaje. Así, no es inútil precisar:”George Boole, matemático inglés, creador del álgebra que lleva su nombre…” o “En Vilna, capital de Lituania…” Hay que recordar que el lector no está obligado a compartir la misma cultura o información que posee el redactor.

LAS DOS TENDENCIAS DEL ESPAÑOL CONTEMPORÉNEO

La escritura, sin que lo advierta de modo consciente quien escribe, tiene como horizonte dos modelos lingüísticos: la lengua de todos los días y la tradición literaria. Hay escritores en los cuales predomina la lengua del trajín diario, por ejemplo, los poemas de Ernesto Cardenal o las novelas de José Agustín llegan a semejar un trozo de converzación: otros artistas, digamos Alejo Carpentier, se distancian de esta lengua cotidiana y basta leer una o dos de sus líneas para concluir que el modelo que impera es el de la máxima artificialidad. Esta misma elección -o mezcla-, vivida por los artistas, se reitera en quienes intentan escribir un texto académico o periodístico.
Nadie dispone -sin distinción entre grandes artistas y modestos aprendices- de otras palabras ni de otra sintaxis que la que está en juego en el momento en que se escribe. De idéntico modo que Cervantes y Lope de Vega compartieron el mismo horizonte lingüístico, Gabriel Garcia Márquez, ya que es nuestro contemporáneo, posee las mismas posibilidades de vocabulario y sintaxis -obviamente no los mismos resultados- que cualquiera de nosotros.
En América Latina, en los albores del siglo XXI, existen dos tendencias en la lengua, una que jala hacia el barroco y otra que imita el laconismo de la lengua periodística. No viene al caso explicar detalladamente las características de estos dos estilos enemigos, es suficiente señalar que el barroco llama la atención sobre sí mismo, huye de la expresión directa, acumula los recursos retóricos y es ostensiblemente prolijo y ornamental. Al contrario, la lengua periodística, que remonta el camino en sentido inverso, se dstingue por su brevedad, por una ausencia de odornos, por su nivel neutro y por fingir la objetividad al mostrarse impasible, ajena a las emociones.

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